BITCOINS GRATIS

viernes, 11 de abril de 2014

El Tigre representa en la India lo que el León en Africa, es el símbolo de este país y su figura se eleva sobre el resto de los animales que componen su fauna. En realidad, el Tigre no es originario de estas tierras, sino del norte, desde Corea hasta Siberia. Mientras los tigres de la India perdieron parte de su tamaño y el espeso pelaje que los recubría, los Tigres del norte, de los Montes Altai o del Valle de Amur, siguen siendo animales fabulosos, que mantienen una gran capa de pelo espeso que los hace parecer aún más grandes de lo que son. Es relativamente frecuente en estos ejemplares observar casos de albinismo, una cualidad desconocida en los tigres de la India.

Los tigres son animales solitarios, y machos y hembras llevan una vida separada durante la mayor parte del año. Cuando entran en celo, los tigres se buscan por la selva y permanecen juntos el tiempo justo para realizar los apareamientos. La rápida ruptura de los vínculos de la pareja hace que las tigresas tengan un periodo de gestación sorprendentemente corto para un animal de este tamaño, dado que durante el embarazo son ellas mismas las que tienen que cazar para alimentarse. Los cachorros suelen ser tres o cuatro, aunque raras veces sobreviven todos y permanecen con su madre normalmente hasta los dos años, cuando los machos tienen que independizarse y buscar otro territorio.

El tigre vive en las selvas húmedas de la India y pequeñas poblaciones al sur de Siberia. Es de los pocos animales que puede cazar al hombre habitualmente. Con el Jaguar, es el único felino que siente una especial predilección por el agua.




Los tipos de tigres
-Tigre Siberiano o del Amur (Panthera tigris altaica).


-Tigre de Bengala (Panthera tigris tigris).


-Tigre de indochina (Panthera tigris corbetti).




-Tigre de Sumatra (Panthera tigris sumatrae).




-Tigre de la China Meridional (Panthera tigris amoyenesis)

El príncipe feliz



El príncipe feliz
de Oscar Wilde

En la parte más alta de la ciudad, sobre una columnita, se alzaba la estatua del Príncipe Feliz.
Estaba toda revestida de madreselva de oro fino. Tenía, a guisa de ojos, dos centelleantes zafiros y un gran rubí rojo ardía en el puño de su espada.
Por todo lo cual era muy admirada.
-Es tan hermoso como una veleta -observó uno de los miembros del Concejo que deseaba granjearse una reputación de conocedor en el arte-. Ahora, que no es tan útil -añadió, temiendo que le tomaran por un hombre poco práctico.
Y realmente no lo era.
-¿Por qué no eres como el Príncipe Feliz? -preguntaba una madre cariñosa a su hijito, que pedía la luna-. El Príncipe Feliz no hubiera pensado nunca en pedir nada a voz en grito.
-Me hace dichoso ver que hay en el mundo alguien que es completamente feliz -murmuraba un hombre fracasado, contemplando la estatua maravillosa.
-Verdaderamente parece un ángel -decían los niños hospicianos al salir de la catedral, vestidos con sus soberbias capas escarlatas y sus bonitas chaquetas blancas.
-¿En qué lo conocéis -replicaba el profesor de matemáticas- si no habéis visto uno nunca?
-¡Oh! Los hemos visto en sueños -respondieron los niños.
Y el profesor de matemáticas fruncía las cejas, adoptando un severo aspecto, porque no podía aprobar que unos niños se permitiesen soñar.
Una noche voló una golondrinita sin descanso hacia la ciudad.
Seis semanas antes habían partido sus amigas para Egipto; pero ella se quedó atrás.
Estaba enamorada del más hermoso de los juncos. Lo encontró al comienzo de la primavera, cuando volaba sobre el río persiguiendo a una gran mariposa amarilla, y su talle esbelto la atrajo de tal modo, que se detuvo para hablarle.
-¿Quieres que te ame? -dijo la Golondrina, que no se andaba nunca con rodeos.
Y el Junco le hizo un profundo saludo.
Entonces la Golondrina revoloteó a su alrededor rozando el agua con sus alas y trazando estelas de plata.
Era su manera de hacer la corte. Y así transcurrió todo el verano.
-Es un enamoramiento ridículo -gorjeaban las otras golondrinas-. Ese Junco es un pobretón y tiene realmente demasiada familia.
Y en efecto, el río estaba todo cubierto de juncos. Cuando llegó el otoño, todas las golondrinas emprendieron el vuelo.
Una vez que se fueron sus amigas, sintiose muy sola y empezó a cansarse de su amante.
-No sabe hablar -decía ella-. Y además temo que sea inconstante porque coquetea sin cesar con la brisa.
Y realmente, cuantas veces soplaba la brisa, el Junco multiplicaba sus más graciosas reverencias.
-Veo que es muy casero -murmuraba la Golondrina-. A mí me gustan los viajes. Por lo tanto, al que me ame, le debe gustar viajar conmigo.
-¿Quieres seguirme? -preguntó por último la Golondrina al Junco.
Pero el Junco movió la cabeza. Estaba demasiado atado a su hogar.
-¡Te has burlado de mí! -le gritó la Golondrina-. Me marcho a las Pirámides. ¡Adiós!
Y la Golondrina se fue.
Voló durante todo el día y al caer la noche llegó a la ciudad.
-¿Dónde buscaré un abrigo? -se dijo-. Supongo que la ciudad habrá hecho preparativos para recibirme.
Entonces divisó la estatua sobre la columnita.
-Voy a cobijarme allí -gritó- El sitio es bonito. Hay mucho aire fresco.
Y se dejó caer precisamente entre los pies del Príncipe Feliz.
-Tengo una habitación dorada -se dijo quedamente, después de mirar en torno suyo.
Y se dispuso a dormir.
Pero al ir a colocar su cabeza bajo el ala, he aquí que le cayó encima una pesada gota de agua.
-¡Qué curioso! -exclamó-. No hay una sola nube en el cielo, las estrellas están claras y brillantes, ¡y sin embargo llueve! El clima del norte de Europa es verdaderamente extraño. Al Junco le gustaba la lluvia; pero en él era puro egoísmo.
Entonces cayó una nueva gota.
-¿Para qué sirve una estatua si no resguarda de la lluvia? -dijo la Golondrina-. Voy a buscar un buen copete de chimenea.
Y se dispuso a volar más lejos. Pero antes de que abriese las alas, cayó una tercera gota.
La Golondrina miró hacia arriba y vio... ¡Ah, lo que vio!
Los ojos del Príncipe Feliz estaban arrasados de lágrimas, que corrían sobre sus mejillas de oro.
Su faz era tan bella a la luz de la luna, que la Golondrinita sintiose llena de piedad.
-¿Quién sois? -dijo.
-Soy el Príncipe Feliz.
-Entonces, ¿por qué lloriqueáis de ese modo? -preguntó la Golondrina-. Me habéis empapado casi.
-Cuando estaba yo vivo y tenía un corazón de hombre -repitió la estatua-, no sabía lo que eran las lágrimas porque vivía en el Palacio de la Despreocupación, en el que no se permite la entrada al dolor. Durante el día jugaba con mis compañeros en el jardín y por la noche bailaba en el gran salón. Alrededor del jardín se alzaba una muralla altísima, pero nunca me preocupó lo que había detrás de ella, pues todo cuanto me rodeaba era hermosísimo. Mis cortesanos me llamaban el Príncipe Feliz y, realmente, era yo feliz, si es que el placer es la felicidad. Así viví y así morí, y ahora que estoy muerto me han elevado tanto, que puedo ver todas las fealdades y todas las miserias de mi ciudad, y aunque mi corazón sea de plomo, no me queda más recurso que llorar.
«¡Cómo! ¿No es de oro de buena ley?», pensó la Golondrina para sus adentros, pues estaba demasiado bien educada para hacer ninguna observación en voz alta sobre las personas.
-Allí abajo -continuó la estatua con su voz baja y musical-, allí abajo, en una callejuela, hay una pobre vivienda. Una de sus ventanas está abierta y por ella puedo ver a una mujer sentada ante una mesa. Su rostro está enflaquecido y ajado. Tiene las manos hinchadas y enrojecidas, llenas de pinchazos de la aguja, porque es costurera. Borda pasionarias sobre un vestido de raso que debe lucir, en el próximo baile de corte, la más bella de las damas de honor de la Reina. Sobre un lecho, en el rincón del cuarto, yace su hijito enfermo. Tiene fiebre y pide naranjas. Su madre no puede darle más que agua del río. Por eso llora. Golondrina, Golondrinita, ¿no quieres llevarla el rubí del puño de mi espada? Mis pies están sujetos al pedestal, y no me puedo mover.
-Me esperan en Egipto -respondió la Golondrina-. Mis amigas revolotean de aquí para allá sobre el Nilo y charlan con los grandes lotos. Pronto irán a dormir al sepulcro del Gran Rey. El mismo Rey está allí en su caja de madera, envuelto en una tela amarilla y embalsamado con sustancias aromáticas. Tiene una cadena de jade verde pálido alrededor del cuello y sus manos son como unas hojas secas.
-Golondrina, Golondrina, Golondrinita -dijo el Príncipe-, ¿no te quedarás conmigo una noche y serás mi mensajera? ¡Tiene tanta sed el niño y tanta tristeza la madre!
-No creo que me agraden los niños -contestó la Golondrina-. El invierno último, cuando vivía yo a orillas del río, dos muchachos mal educados, los hijos del molinero, no paraban un momento en tirarme piedras. Claro es que no me alcanzaban. Nosotras, las golondrinas, volamos demasiado bien para eso y además yo pertenezco a una familia célebre por su agilidad; mas, a pesar de todo, era una falta de respeto.
Pero la mirada del Príncipe Feliz era tan triste que la Golondrinita se quedó apenada.
-Mucho frío hace aquí -le dijo-; pero me quedaré una noche con vos y seré vuestra mensajera.
-Gracias, Golondrinita -respondió el Príncipe. Entonces la Golondrinita arrancó el gran rubí de la espada del Príncipe y llevándolo en el pico, voló sobre los tejados de la ciudad.
Pasó sobre la torre de la catedral, donde había unos ángeles esculpidos en mármol blanco.
Pasó sobre el palacio real y oyó la música de baile. Una bella muchacha apareció en el balcón con su novio.
-¡Qué hermosas son las estrellas -la dijo- y qué poderosa es la fuerza del amor!
-Querría que mi vestido estuviese acabado para el baile oficial -respondió ella-. He mandado bordar en él unas pasionarias, ¡pero son tan perezosas las costureras!
Pasó sobre el río y vio los fanales colgados en los mástiles de los barcos. Pasó sobre el ghetto y vio a los judíos viejos negociando entre ellos y pesando monedas en balanzas de cobre.
Al fin llegó a la pobre vivienda y echó un vistazo dentro. El niño se agitaba febrilmente en su camita y su madre habíase quedado dormida de cansancio.
La Golondrina saltó a la habitación y puso el gran rubí en la mesa, sobre el dedal de la costurera. Luego revoloteó suavemente alrededor del lecho, abanicando con sus alas la cara del niño.
-¡Qué fresco más dulce siento! -murmuró el niño-. Debo estar mejor.
Y cayó en un delicioso sueño.
Entonces la Golondrina se dirigió a todo vuelo hacia el Príncipe Feliz y le contó lo que había hecho.
-Es curioso -observa ella-, pero ahora casi siento calor, y sin embargo, hace mucho frío.
Y la Golondrinita empezó a reflexionar y entonces se durmió. Cuantas veces reflexionaba se dormía. Al despuntar el alba voló hacia el río y tomó un baño.
-¡Notable fenómeno! -exclamó el profesor de ornitología que pasaba por el puente-.
¡Una golondrina en invierno!
Y escribió sobre aquel tema una larga carta a un periódico local.
Todo el mundo la citó. ¡Estaba plagada de palabras que no se podían comprender!...
-Esta noche parto para Egipto -se decía la Golondrina.
Y sólo de pensarlo se ponía muy alegre.
Visitó todos los monumentos públicos y descansó un gran rato sobre la punta del campanario de la iglesia. Por todas partes adonde iba piaban los gorriones, diciéndose unos a otros:
-¡Qué extranjera más distinguida!
Y esto la llenaba de gozo. Al salir la luna volvió a todo vuelo hacia el Príncipe Feliz.
-¿Tenéis algún encargo para Egipto? -le gritó-. Voy a emprender la marcha.
-Golondrina, Golondrina, Golondrinita -dijo el Príncipe-, ¿no te quedarás otra noche conmigo?
-Me esperan en Egipto -respondió la Golondrina-. Mañana mis amigas volarán hacia la segunda catarata. Allí el hipopótamo se acuesta entre los juncos y el dios Memnón se alza sobre un gran trono de granito. Acecha a las estrellas durante la noche y cuando brilla Venus, lanza un grito de alegría y luego calla. A mediodía, los rojizos leones bajan a beber a la orilla del río. Sus ojos son verdes aguamarinas y sus rugidos más atronadores que los rugidos de la catarata.
-Golondrina, Golondrina, Golondrinita -dijo el Príncipe-, allá abajo, al otro lado de la ciudad, veo a un joven en una buhardilla. Está inclinado sobre una mesa cubierta de papeles y en un vaso a su lado hay un ramo de violetas marchitas. Su pelo es negro y rizoso y sus labios rojos como granos de granada. Tiene unos grandes ojos soñadores. Se esfuerza en terminar una obra para el director del teatro, pero siente demasiado frío para escribir más. No hay fuego ninguno en el aposento y el hambre le ha rendido.
-Me quedaré otra noche con vos -dijo la Golondrina, que tenía realmente buen corazón-. ¿Debo llevarle otro rubí?
-¡Ay! No tengo más rubíes -dijo el Príncipe-. Mis ojos es lo único que me queda. Son unos zafiros extraordinarios traídos de la India hace un millar de años. Arranca uno de ellos y llévaselo. Lo venderá a un joyero, se comprará alimento y combustible y concluirá su obra.
-Amado Príncipe -dijo la Golondrina-, no puedo hacer eso.
Y se puso a llorar.
-¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! -dijo el Príncipe-. Haz lo que te pido.
Entonces la Golondrina arrancó el ojo del Príncipe y voló hacia la buhardilla del estudiante. Era fácil penetrar en ella porque había un agujero en el techo. La Golondrina entró por él como una flecha y se encontró en la habitación.
El joven tenía la cabeza hundida en sus manos. No oyó el aleteo del pájaro y cuando levantó la cabeza, vio el hermoso zafiro colocado sobre las violetas marchitas.
-Empiezo a ser estimado -exclamó-. Esto proviene de algún rico admirador. Ahora ya puedo terminar la obra.
Y parecía completamente feliz.
Al día siguiente la Golondrina voló hacia el puerto. Descansó sobre el mástil de un gran navío y contempló a los marineros que sacaban enormes cajas de la cala tirando de unos cabos.
-¡Ah, iza! -gritaban a cada caja que llegaba al puente.
-¡Me voy a Egipto! -les gritó la Golondrina.
Pero nadie le hizo caso, y al salir la luna, volvió hacia el Príncipe Feliz.
-He venido para deciros adiós -le dijo.
-¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! -exclamó el Príncipe-. ¿No te quedarás conmigo una noche más?
-Es invierno -replicó la Golondrina- y pronto estará aquí la nieve glacial. En Egipto calienta el sol sobre las palmeras verdes. Los cocodrilos, acostados en el barro, miran perezosamente a los árboles, a orillas del río. Mis compañeras construyen nidos en el templo de Baalbeck. Las palomas rosadas y blancas las siguen con los ojos y se arrullan. Amado Príncipe, tengo que dejaros, pero no os olvidaré nunca y la primavera próxima os traeré de allá dos bellas piedras preciosas con que sustituir las que disteis. El rubí será más rojo que una rosa roja y el zafiro será tan azul como el océano.
-Allá abajo, en la plazoleta -contestó el Príncipe Feliz-, tiene su puesto una niña vendedora de cerillas. Se le han caído las cerillas al arroyo, estropeándose todas. Su padre le pegará si no lleva algún dinero a casa, y está llorando. No tiene ni medias ni zapatos y lleva la cabecita al descubierto. Arráncame el otro ojo, dáselo y su padre no le pegará.
-Pasaré otra noche con vos -dijo la Golondrina-, pero no puedo arrancaros el ojo porque entonces os quedaríais ciego del todo.
-¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! -dijo el Príncipe-. Haz lo que te mando.
Entonces la Golondrina volvió de nuevo hacia el Príncipe y emprendió el vuelo llevándoselo.
Se posó sobre el hombro de la vendedorcita de cerillas y deslizó la joya en la palma de su mano.
-¡Qué bonito pedazo de cristal! -exclamó la niña. Y corrió a su casa muy alegre.
Entonces la Golondrina volvió de nuevo hacia el Príncipe.
-Ahora estáis ciego. Por eso me quedaré con vos para siempre.
-No, Golondrinita -dijo el pobre Príncipe-. Tienes que ir a Egipto.
-Me quedaré con vos para siempre -dijo la Golondrina.
Y se durmió entre los pies del Príncipe. Al día siguiente se colocó sobre el hombro del Príncipe y le refirió lo que había visto en países extraños.
Le habló de los ibis rojos que se sitúan en largas filas a orillas del Nilo y pescan a picotazos peces de oro; de la esfinge, que es tan vieja como el mundo, vive en el desierto y lo sabe todo; de los mercaderes que caminan lentamente junto a sus camellos, pasando las cuentas de unos rosarios de ámbar en sus manos; del rey de las montañas de la Luna, que es negro como el ébano y que adora un gran bloque de cristal; de la gran serpiente verde que duerme en una palmera y a la cual están encargados de alimentar con pastelitos de miel veinte sacerdotes; y de los pigmeos que navegan por un gran lago sobre anchas hojas aplastadas y están siempre en guerra con las mariposas.
-Querida Golondrinita -dijo el Príncipe-, me cuentas cosas maravillosas, pero más maravilloso aún es lo que soportan los hombres y las mujeres. No hay misterio más grande que la miseria. Vuela por mi ciudad, Golondrinita, y dime lo que veas.
Entonces la Golondrinita voló por la gran ciudad y vio a los ricos que se festejaban en sus magníficos palacios, mientras los mendigos estaban sentados a sus puertas.
Voló por los barrios sombríos y vio las pálidas caras de los niños que se morían de hambre, mirando con apatía las calles negras.
Bajo los arcos de un puente estaban acostados dos niñitos abrazados uno a otro para calentarse.
-¡Qué hambre tenemos! -decían.
-¡No se puede estar tumbado aquí! -les gritó un guardia.
Y se alejaron bajo la lluvia.
Entonces la Golondrina reanudó su vuelo y fue a contar al Príncipe lo que había visto.
-Estoy cubierto de oro fino -dijo el Príncipe-; despréndelo hoja por hoja y dáselo a mis pobres. Los hombres creen siempre que el oro puede hacerlos felices.
Hoja por hoja arrancó la Golondrina el oro fino hasta que el Príncipe Feliz se quedó sin brillo ni belleza. Hoja por hoja lo distribuyó entre los pobres, y las caritas de los niños se tornaron nuevamente sonrosadas y rieron y jugaron por la calle.
-¡Ya tenemos pan! -gritaban.
Entonces llegó la nieve y después de la nieve el hielo. Las calles parecían empedradas de plata por lo que brillaban y relucían.
Largos carámbanos, semejantes a puñales de cristal, pendían de los tejados de las casas. Todo el mundo se cubría de pieles y los niños llevaban gorritos rojos y patinaban sobre el hielo.
La pobre Golondrina tenía frío, cada vez más frío, pero no quería abandonar al Príncipe: le amaba demasiado para hacerlo.
Picoteaba las migas a la puerta del panadero cuando éste no la veía, e intentaba calentarse batiendo las alas.
Pero, al fin, sintió que iba a morir. No tuvo fuerzas más que para volar una vez más sobre el hombro del Príncipe.
-¡Adiós, amado Príncipe! -murmuró-. Permitid que os bese la mano.
-Me da mucha alegría que partas por fin para Egipto, Golondrina -dijo el Príncipe-. Has permanecido aquí demasiado tiempo. Pero tienes que besarme en los labios porque te amo.
-No es a Egipto a donde voy a ir -dijo la Golondrina-. Voy a ir a la morada de la Muerte. La Muerte es hermana del Sueño, ¿verdad?
Y besando al Príncipe Feliz en los labios, cayó muerta a sus pies.
En el mismo instante sonó un extraño crujido en el interior de la estatua, como si se hubiera roto algo.
El hecho es que la coraza de plomo se había partido en dos. Realmente hacía un frío terrible.
A la mañana siguiente, muy temprano, el alcalde se paseaba por la plazoleta con dos concejales de la ciudad. Al pasar junto al pedestal, levantó sus ojos hacia la estatua.
-¡Dios mío! -exclamó-. ¡Qué andrajoso parece el Príncipe Feliz!
-¡Sí, está verdaderamente andrajoso! -dijeron los concejales de la ciudad, que eran siempre de la opinión del alcalde.
Y levantaron ellos mismos la cabeza para mirar la estatua.
-El rubí de su espada se ha caído y ya no tiene ojos, ni es dorado -dijo el alcalde-. En resumidas cuentas, que está lo mismo que un pordiosero.
-¡Lo mismo que un pordiosero! -repitieron a coro los concejales.
-Y tiene a sus pies un pájaro muerto -prosiguió el alcalde-. Realmente habrá que promulgar un bando prohibiendo a los pájaros que mueran aquí.
Y el secretario del Ayuntamiento tomó nota para aquella idea.
Entonces fue derribada la estatua del Príncipe Feliz.
-¡Al no ser ya bello, de nada sirve! -dijo el profesor de estética de la Universidad.
Entonces fundieron la estatua en un horno y el alcalde reunió al Concejo en sesión para decidir lo que debía hacerse con el metal.
-Podríamos -propuso- hacer otra estatua. La mía, por ejemplo.
-O la mía -dijo cada uno de los concejales. Y acabaron disputando.
-¡Qué cosa más rara! -dijo el oficial primero de la fundición-. Este corazón de plomo no quiere fundirse en el horno; habrá que tirarlo como desecho.
Los fundidores lo arrojaron al montón de basura en que yacía la golondrina muerta.
-Tráeme las dos cosas más preciosas de la ciudad -dijo Dios a uno de sus ángeles.
Y el ángel se llevó el corazón de plomo y el pájaro muerto.


-Has elegido bien -dijo Dios-. En mi jardín del Paraíso este pajarillo cantará eternamente, y en mi ciudad de oro el Príncipe Feliz repetirá mis alabanzas.
¿Qué es una raíz cuadrada?
Calcular una raíz cuadrada es la operación opuesta de cuadrar un número.
Se nota la raíz cuadrada de un número x así:   √x.
Para cuadrar un número natural se simplemente multiplica el número por si mismo. O sea, se eleva a la segunda potencia: 7 × 7 = 72 = 49.
Y la raíz cuadrada es el opuesto de eso. Por ejemplo (si sólo hallamos las raices positivas):

√16 = 4 ya que 4 × 4 = 16.
√36 = 6 ya que 6 × 6 = 36.
√100 = 10 ya que 10 × 10 = 100.
√10,000 = 100 ya que 100 × 100 = 10,000.
√0.01 = 0.1 ya que 0.1 × 0.1 = 0.01.
√1/4 = 1/2 ya que 1/2 × 1/2 = 1/4.


Usualmente la raíz cuadrada de un número entero no es un número racional a menos que el número entero sea un cuadrado perfecto, como por ejemplo:
ya que:
converge para .

√16 = 4 ya que 4 × 4 = 16.

√36 = 6 ya que 6 × 6 = 36.

√100 = 10 ya que 10 × 10 = 100.

√10,000 = 100 ya que 100 × 100 = 10,000.

√0.01 = 0.1 ya que 0.1 × 0.1 = 0.01.

√1/4 = 1/2 ya que 1/2 × 1/2 = 1/4.

Indígenas en el virreinato


               LA NAVEGACION DEL MUNDO INDIGENA DURANTE EL VIRREINATO

El primer virrey de nueva España. Don Antonio de Mendoza tuvo todos los títulos que asumieron sus sucesores, menos uno el capitán general. Todo los demás virreyes vinieron a México con los títulos de virrey gobernador capitán general de nueva España y presidente  general audiencia de México. En el caso de Mendoza hubo que respetar la jurisdicción de la capitanía general conferida a Hernán cortes. El sucesor de Mendoza, don Luis de Velazco nombrado el 4 de julio de 1549 ya trajo el titulo de capitán general. Hernán cortes había muerto un año y medio antes, el 2 de diciembre de 1547.
El virrey de la nueva España reunía en sus varias facultades, pero su dignidad del presidente el rey, el alter ego del monarca, le otorga una jerarquía superior a todos los demás, por altos que fueran los otros funcionarios. La misma audiencia de México, por presidirla el virrey, la daba poder sobre otras como la de Guadalajara y Guatemala.


Españoles o peninsulares
Los españoles nacidos en la península Ibérica que vinieron a América tenían dentro de la colonia los mayores privilegios y estaban autorizados a asumir los cargos más importantes del gobierno y de la administración; también tenían derecho a la más alta jerarquía eclesiástica y del ejército.
Aunque, en general, los españoles no provenían de la nobleza peninsular, era frecuente que accedieran a títulos nobiliarios menores (como el que les confería el título de “hidalgos”) por sus servicios a la Corona en las Indias.
Entre los españoles existían grupos que se diferenciaban por su origen en a península Ibérica: por ejemplo, la empresa colonizadora y conquistadora estuvo mayoritariamente en manos de los castellanos, más tarde llegaron al continente los catalanes y los mallorquines para organizar empresas comerciales. También se distinguían por su fortuna, o por su lugar en la economía o la administración colonial: por ejemplo, los encomenderos eran un grupo que, entre los españoles, tenían identidad propia y solían actuar defendiendo sus intereses
.
Los criollos
Su nombre proviene del portugués
 "criullo", que significa “negro criado en la casa del señor"; se llamaba así a los descendientes de españoles nacidos en América. inicialmente, su número era muy reducido y participaban de algunas de las empresas económicas coloniales y de ciertos espacios en la administración colonial.
Los criollos eran parte del grupo privilegiado por tratarse de “hombres blancos”, aunque no siempre lo eran realmente, dada la frecuencia de los cruces de sangre entre españoles y aborígenes. De todas maneras, no podían acceder a los cargos más altos de la administración colonial, reservados para los españoles nacidos en Europa.
La existencia misma del criollo ya definía en sí una categoría humana muy especial: era activo, celoso del español, al que ridiculizaba o cuya importancia intentaba atenuar y tenía un amor indudable a la tierra donde había nacido.
Esta discriminación fue motivo de crecientes conflictos que se multiplicaban en la medida en la que la población criolla crecía en número y exigía derechos similares a los españoles.
Dice Felix Luna: "En esa época, provincias como La Rioja o Catamarca eran virtualmente gobernadas por los criollos a través de los cabildos. Se han hecho estudios de la composición de los cabildos de las ciudades del interior, donde se ve que, salvo algún español —casi siempre un comerciante que se había incorporado a la sociedad local—, los cabildos eran manejados por descendientes de los conquistadores o de las viejas familias de cada provincia. Esto nos hace pensar que la política que se desarro­lló en el país después de 1810, tan sutil, tan complicada, tuvo su antecedente en aquellos cabildos donde el criollo y el español pujaban por el poder político y que le dieron a los criollos y a sus descendientes un entrenamiento considerable en estas lides."

Mestizo


Una representación de mestizos en una "Pintura de Castas" de la era colonial. "De español e india produce mestizo".
La palabra mestizo fue aplicada por el Imperio español en el siglo XVI, para denominar a una de las "castas" o "cruzas" que integraban la estratificación social de tipo racista impuesta en sus colonias en América: la del hijo de un padre o madre de raza "blanca" y una madre o padre de raza "amerindia". El sistema de castas español derivó de la doctrina medieval de los estatutos de limpieza de sangre. Las personas clasificadas como mestizas tenían unestatus social disminuido, que les impedía o limitaba su acceso a la educación y a posiciones de mando, propiedad o prestigio.
Con la independencia hispanoamericana, los nuevos estados surgidos en el siglo XIX, abolieron las "prerrogativas de sangre y nacimiento".estableciendo la igualdad ante la ley.
Luego de la independencia, el término se mantuvo para denominar a las personas o culturas que descienden de indígenas americanos, afroamericanos y españoles.En éste último sentido se ha dicho que prácticamente toda la población hispanoamericana es mestiza.
El término proviene del latín mixticius (mezcla o mixto) y ha quedado envuelto en la polémica de las razas humanas, que parte de los científicos actuales niegan, o pretenden sustituir por etnias. En un sentido más amplio, el término mestizaje también se utiliza para identificar a seres humanos que tienen antecesores pertenecientes a distintas etnias o culturas, dando origen a una nueva cultura. En este último sentido, todos los seres humanos son mestizos.
Los esclavos africanos
Además de los indígenas y los españoles, los africanos constituyen la tercera raíz de la sociedad mestiza de México y que tiene su origen en Nueva España. Los intercambios comerciales internacionales de aquel periodo no se reducían solo a productos, sino también incluyeron a las propios humanos. África se convirtió en el continente abastecedor de esclavos para el mundo. Es así que la población africana llega a Nueva España en calidad de esclava para ser empleada en los trabajos más pesados, ante la reducción de la población indígena producida por las catástrofes demográficas extracción de personas de África en calidad de esclavos también cotribuyó a una de las cátastrofes registradas en la historia moderna si consideramos que de las millones de personas que salieron de África como esclavos, muchos de ellos morirían en el trayecto por las condiciones inhumanas en las que eran trasladados y los que lograban sobrevivir eran obligados a realizar trabajos pesados en la agricultura y la ganadería en las mismas condiciones.
Los esclavos provenientes de África fueron vistos como una forma de resolver la demanda de trabajo. En 1521 los africanos en Nueva España no rebasaban la docena y ya para 1570 había cerca de 20 000; en 1646 ascendían a más de 35 000, aunque la población descendió y para 1810 eran alrededor de 10 000 individuos distribuidos principalmente en las costas y zonas tropicales. Fueron destinados a cultivos como el de la caña de azúcar.