En la parte más alta de la ciudad, sobre una
columnita, se alzaba la estatua del Príncipe Feliz.
Estaba toda revestida de madreselva de oro fino.
Tenía, a guisa de ojos, dos centelleantes zafiros y un gran rubí rojo ardía en
el puño de su espada.
Por todo lo cual era muy admirada.
-Es tan hermoso como una veleta -observó uno de los
miembros del Concejo que deseaba granjearse una reputación de conocedor en el
arte-. Ahora, que no es tan útil -añadió, temiendo que le tomaran por un hombre
poco práctico.
Y realmente no lo era.
-¿Por qué no eres como el Príncipe Feliz?
-preguntaba una madre cariñosa a su hijito, que pedía la luna-. El Príncipe
Feliz no hubiera pensado nunca en pedir nada a voz en grito.
-Me hace dichoso ver que hay en el mundo alguien
que es completamente feliz -murmuraba un hombre fracasado, contemplando la
estatua maravillosa.
-Verdaderamente parece un ángel -decían los niños
hospicianos al salir de la catedral, vestidos con sus soberbias capas
escarlatas y sus bonitas chaquetas blancas.
-¿En qué lo conocéis -replicaba el profesor de
matemáticas- si no habéis visto uno nunca?
-¡Oh! Los hemos visto en sueños -respondieron los
niños.
Y el profesor de matemáticas fruncía las cejas,
adoptando un severo aspecto, porque no podía aprobar que unos niños se
permitiesen soñar.
Una noche voló una golondrinita sin descanso hacia
la ciudad.
Seis semanas antes habían partido sus amigas para
Egipto; pero ella se quedó atrás.
Estaba enamorada del más hermoso de los juncos. Lo
encontró al comienzo de la primavera, cuando volaba sobre el río persiguiendo a
una gran mariposa amarilla, y su talle esbelto la atrajo de tal modo, que se
detuvo para hablarle.
-¿Quieres que te ame? -dijo la Golondrina, que no
se andaba nunca con rodeos.
Y el Junco le hizo un profundo saludo.
Entonces la Golondrina revoloteó a su alrededor
rozando el agua con sus alas y trazando estelas de plata.
Era su manera de hacer la corte. Y así transcurrió
todo el verano.
-Es un enamoramiento ridículo -gorjeaban las otras
golondrinas-. Ese Junco es un pobretón y tiene realmente demasiada familia.
Y en efecto, el río estaba todo cubierto de juncos.
Cuando llegó el otoño, todas las golondrinas emprendieron el vuelo.
Una vez que se fueron sus amigas, sintiose muy sola
y empezó a cansarse de su amante.
-No sabe hablar -decía ella-. Y además temo que sea
inconstante porque coquetea sin cesar con la brisa.
Y realmente, cuantas veces soplaba la brisa, el
Junco multiplicaba sus más graciosas reverencias.
-Veo que es muy casero -murmuraba la Golondrina-. A
mí me gustan los viajes. Por lo tanto, al que me ame, le debe gustar viajar
conmigo.
-¿Quieres seguirme? -preguntó por último la
Golondrina al Junco.
Pero el Junco movió la cabeza. Estaba demasiado
atado a su hogar.
-¡Te has burlado de mí! -le gritó la Golondrina-.
Me marcho a las Pirámides. ¡Adiós!
Y la Golondrina se fue.
Voló durante todo el día y al caer la noche llegó a
la ciudad.
-¿Dónde buscaré un abrigo? -se dijo-. Supongo que
la ciudad habrá hecho preparativos para recibirme.
Entonces divisó la estatua sobre la columnita.
-Voy a cobijarme allí -gritó- El sitio es bonito.
Hay mucho aire fresco.
Y se dejó caer precisamente entre los pies del
Príncipe Feliz.
-Tengo una habitación dorada -se dijo quedamente,
después de mirar en torno suyo.
Y se dispuso a dormir.
Pero al ir a colocar su cabeza bajo el ala, he aquí
que le cayó encima una pesada gota de agua.
-¡Qué curioso! -exclamó-. No hay una sola nube en
el cielo, las estrellas están claras y brillantes, ¡y sin embargo llueve! El
clima del norte de Europa es verdaderamente extraño. Al Junco le gustaba la
lluvia; pero en él era puro egoísmo.
Entonces cayó una nueva gota.
-¿Para qué sirve una estatua si no resguarda de la
lluvia? -dijo la Golondrina-. Voy a buscar un buen copete de chimenea.
Y se dispuso a volar más lejos. Pero antes de que
abriese las alas, cayó una tercera gota.
La Golondrina miró hacia arriba y vio... ¡Ah, lo
que vio!
Los ojos del Príncipe Feliz estaban arrasados de
lágrimas, que corrían sobre sus mejillas de oro.
Su faz era tan bella a la luz de la luna, que la
Golondrinita sintiose llena de piedad.
-¿Quién sois? -dijo.
-Soy el Príncipe Feliz.
-Entonces, ¿por qué lloriqueáis de ese modo?
-preguntó la Golondrina-. Me habéis empapado casi.
-Cuando estaba yo vivo y tenía un corazón de hombre
-repitió la estatua-, no sabía lo que eran las lágrimas porque vivía en el
Palacio de la Despreocupación, en el que no se permite la entrada al dolor.
Durante el día jugaba con mis compañeros en el jardín y por la noche bailaba en
el gran salón. Alrededor del jardín se alzaba una muralla altísima, pero nunca
me preocupó lo que había detrás de ella, pues todo cuanto me rodeaba era
hermosísimo. Mis cortesanos me llamaban el Príncipe Feliz y, realmente, era yo
feliz, si es que el placer es la felicidad. Así viví y así morí, y ahora que
estoy muerto me han elevado tanto, que puedo ver todas las fealdades y todas
las miserias de mi ciudad, y aunque mi corazón sea de plomo, no me queda más
recurso que llorar.
«¡Cómo! ¿No es de oro de buena ley?», pensó la
Golondrina para sus adentros, pues estaba demasiado bien educada para hacer
ninguna observación en voz alta sobre las personas.
-Allí abajo -continuó la estatua con su voz baja y
musical-, allí abajo, en una callejuela, hay una pobre vivienda. Una de sus
ventanas está abierta y por ella puedo ver a una mujer sentada ante una mesa.
Su rostro está enflaquecido y ajado. Tiene las manos hinchadas y enrojecidas,
llenas de pinchazos de la aguja, porque es costurera. Borda pasionarias sobre
un vestido de raso que debe lucir, en el próximo baile de corte, la más bella
de las damas de honor de la Reina. Sobre un lecho, en el rincón del cuarto,
yace su hijito enfermo. Tiene fiebre y pide naranjas. Su madre no puede darle
más que agua del río. Por eso llora. Golondrina, Golondrinita, ¿no quieres
llevarla el rubí del puño de mi espada? Mis pies están sujetos al pedestal, y
no me puedo mover.
-Me esperan en Egipto -respondió la Golondrina-.
Mis amigas revolotean de aquí para allá sobre el Nilo y charlan con los grandes
lotos. Pronto irán a dormir al sepulcro del Gran Rey. El mismo Rey está allí en
su caja de madera, envuelto en una tela amarilla y embalsamado con sustancias
aromáticas. Tiene una cadena de jade verde pálido alrededor del cuello y sus
manos son como unas hojas secas.
-Golondrina, Golondrina, Golondrinita -dijo el
Príncipe-, ¿no te quedarás conmigo una noche y serás mi mensajera? ¡Tiene tanta
sed el niño y tanta tristeza la madre!
-No creo que me agraden los niños -contestó la
Golondrina-. El invierno último, cuando vivía yo a orillas del río, dos
muchachos mal educados, los hijos del molinero, no paraban un momento en tirarme
piedras. Claro es que no me alcanzaban. Nosotras, las golondrinas, volamos
demasiado bien para eso y además yo pertenezco a una familia célebre por su
agilidad; mas, a pesar de todo, era una falta de respeto.
Pero la mirada del Príncipe Feliz era tan triste
que la Golondrinita se quedó apenada.
-Mucho frío hace aquí -le dijo-; pero me quedaré
una noche con vos y seré vuestra mensajera.
-Gracias, Golondrinita -respondió el Príncipe.
Entonces la Golondrinita arrancó el gran rubí de la espada del Príncipe y
llevándolo en el pico, voló sobre los tejados de la ciudad.
Pasó sobre la torre de la catedral, donde había
unos ángeles esculpidos en mármol blanco.
Pasó sobre el palacio real y oyó la música de
baile. Una bella muchacha apareció en el balcón con su novio.
-¡Qué hermosas son las estrellas -la dijo- y qué
poderosa es la fuerza del amor!
-Querría que mi vestido estuviese acabado para el
baile oficial -respondió ella-. He mandado bordar en él unas pasionarias, ¡pero
son tan perezosas las costureras!
Pasó sobre el río y vio los fanales colgados en los
mástiles de los barcos. Pasó sobre el ghetto y vio a los judíos viejos
negociando entre ellos y pesando monedas en balanzas de cobre.
Al fin llegó a la pobre vivienda y echó un vistazo
dentro. El niño se agitaba febrilmente en su camita y su madre habíase quedado
dormida de cansancio.
La Golondrina saltó a la habitación y puso el gran
rubí en la mesa, sobre el dedal de la costurera. Luego revoloteó suavemente
alrededor del lecho, abanicando con sus alas la cara del niño.
-¡Qué fresco más dulce siento! -murmuró el niño-.
Debo estar mejor.
Y cayó en un delicioso sueño.
Entonces la Golondrina se dirigió a todo vuelo
hacia el Príncipe Feliz y le contó lo que había hecho.
-Es curioso -observa ella-, pero ahora casi siento
calor, y sin embargo, hace mucho frío.
Y la Golondrinita empezó a reflexionar y entonces
se durmió. Cuantas veces reflexionaba se dormía. Al despuntar el alba voló
hacia el río y tomó un baño.
-¡Notable fenómeno! -exclamó el profesor de
ornitología que pasaba por el puente-.
¡Una golondrina en invierno!
Y escribió sobre aquel tema una larga carta a un
periódico local.
Todo el mundo la citó. ¡Estaba plagada de palabras
que no se podían comprender!...
-Esta noche parto para Egipto -se decía la Golondrina.
Y sólo de pensarlo se ponía muy alegre.
Visitó todos los monumentos públicos y descansó un
gran rato sobre la punta del campanario de la iglesia. Por todas partes adonde
iba piaban los gorriones, diciéndose unos a otros:
-¡Qué extranjera más distinguida!
Y esto la llenaba de gozo. Al salir la luna volvió
a todo vuelo hacia el Príncipe Feliz.
-¿Tenéis algún encargo para Egipto? -le gritó-. Voy
a emprender la marcha.
-Golondrina, Golondrina, Golondrinita -dijo el
Príncipe-, ¿no te quedarás otra noche conmigo?
-Me esperan en Egipto -respondió la Golondrina-.
Mañana mis amigas volarán hacia la segunda catarata. Allí el hipopótamo se
acuesta entre los juncos y el dios Memnón se alza sobre un gran trono de
granito. Acecha a las estrellas durante la noche y cuando brilla Venus, lanza
un grito de alegría y luego calla. A mediodía, los rojizos leones bajan a beber
a la orilla del río. Sus ojos son verdes aguamarinas y sus rugidos más
atronadores que los rugidos de la catarata.
-Golondrina, Golondrina, Golondrinita -dijo el
Príncipe-, allá abajo, al otro lado de la ciudad, veo a un joven en una
buhardilla. Está inclinado sobre una mesa cubierta de papeles y en un vaso a su
lado hay un ramo de violetas marchitas. Su pelo es negro y rizoso y sus labios
rojos como granos de granada. Tiene unos grandes ojos soñadores. Se esfuerza en
terminar una obra para el director del teatro, pero siente demasiado frío para
escribir más. No hay fuego ninguno en el aposento y el hambre le ha rendido.
-Me quedaré otra noche con vos -dijo la Golondrina,
que tenía realmente buen corazón-. ¿Debo llevarle otro rubí?
-¡Ay! No tengo más rubíes -dijo el Príncipe-. Mis
ojos es lo único que me queda. Son unos zafiros extraordinarios traídos de la
India hace un millar de años. Arranca uno de ellos y llévaselo. Lo venderá a un
joyero, se comprará alimento y combustible y concluirá su obra.
-Amado Príncipe -dijo la Golondrina-, no puedo
hacer eso.
Y se puso a llorar.
-¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! -dijo el
Príncipe-. Haz lo que te pido.
Entonces la Golondrina arrancó el ojo del Príncipe
y voló hacia la buhardilla del estudiante. Era fácil penetrar en ella porque
había un agujero en el techo. La Golondrina entró por él como una flecha y se
encontró en la habitación.
El joven tenía la cabeza hundida en sus manos. No
oyó el aleteo del pájaro y cuando levantó la cabeza, vio el hermoso zafiro
colocado sobre las violetas marchitas.
-Empiezo a ser estimado -exclamó-. Esto proviene de
algún rico admirador. Ahora ya puedo terminar la obra.
Y parecía completamente feliz.
Al día siguiente la Golondrina voló hacia el
puerto. Descansó sobre el mástil de un gran navío y contempló a los marineros
que sacaban enormes cajas de la cala tirando de unos cabos.
-¡Ah, iza! -gritaban a cada caja que llegaba al
puente.
-¡Me voy a Egipto! -les gritó la Golondrina.
Pero nadie le hizo caso, y al salir la luna, volvió
hacia el Príncipe Feliz.
-He venido para deciros adiós -le dijo.
-¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! -exclamó el
Príncipe-. ¿No te quedarás conmigo una noche más?
-Es invierno -replicó la Golondrina- y pronto
estará aquí la nieve glacial. En Egipto calienta el sol sobre las palmeras
verdes. Los cocodrilos, acostados en el barro, miran perezosamente a los
árboles, a orillas del río. Mis compañeras construyen nidos en el templo de
Baalbeck. Las palomas rosadas y blancas las siguen con los ojos y se arrullan.
Amado Príncipe, tengo que dejaros, pero no os olvidaré nunca y la primavera
próxima os traeré de allá dos bellas piedras preciosas con que sustituir las
que disteis. El rubí será más rojo que una rosa roja y el zafiro será tan azul
como el océano.
-Allá abajo, en la plazoleta -contestó el Príncipe
Feliz-, tiene su puesto una niña vendedora de cerillas. Se le han caído las
cerillas al arroyo, estropeándose todas. Su padre le pegará si no lleva algún
dinero a casa, y está llorando. No tiene ni medias ni zapatos y lleva la
cabecita al descubierto. Arráncame el otro ojo, dáselo y su padre no le pegará.
-Pasaré otra noche con vos -dijo la Golondrina-,
pero no puedo arrancaros el ojo porque entonces os quedaríais ciego del todo.
-¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! -dijo el
Príncipe-. Haz lo que te mando.
Entonces la Golondrina volvió de nuevo hacia el
Príncipe y emprendió el vuelo llevándoselo.
Se posó sobre el hombro de la vendedorcita de
cerillas y deslizó la joya en la palma de su mano.
-¡Qué bonito pedazo de cristal! -exclamó la niña. Y
corrió a su casa muy alegre.
Entonces la Golondrina volvió de nuevo hacia el
Príncipe.
-Ahora estáis ciego. Por eso me quedaré con vos
para siempre.
-No, Golondrinita -dijo el pobre Príncipe-. Tienes
que ir a Egipto.
-Me quedaré con vos para siempre -dijo la
Golondrina.
Y se durmió entre los pies del Príncipe. Al día
siguiente se colocó sobre el hombro del Príncipe y le refirió lo que había
visto en países extraños.
Le habló de los ibis rojos que se sitúan en largas
filas a orillas del Nilo y pescan a picotazos peces de oro; de la esfinge, que
es tan vieja como el mundo, vive en el desierto y lo sabe todo; de los
mercaderes que caminan lentamente junto a sus camellos, pasando las cuentas de
unos rosarios de ámbar en sus manos; del rey de las montañas de la Luna, que es
negro como el ébano y que adora un gran bloque de cristal; de la gran serpiente
verde que duerme en una palmera y a la cual están encargados de alimentar con
pastelitos de miel veinte sacerdotes; y de los pigmeos que navegan por un gran
lago sobre anchas hojas aplastadas y están siempre en guerra con las mariposas.
-Querida Golondrinita -dijo el Príncipe-, me cuentas
cosas maravillosas, pero más maravilloso aún es lo que soportan los hombres y
las mujeres. No hay misterio más grande que la miseria. Vuela por mi ciudad,
Golondrinita, y dime lo que veas.
Entonces la Golondrinita voló por la gran ciudad y
vio a los ricos que se festejaban en sus magníficos palacios, mientras los
mendigos estaban sentados a sus puertas.
Voló por los barrios sombríos y vio las pálidas
caras de los niños que se morían de hambre, mirando con apatía las calles
negras.
Bajo los arcos de un puente estaban acostados dos
niñitos abrazados uno a otro para calentarse.
-¡Qué hambre tenemos! -decían.
-¡No se puede estar tumbado aquí! -les gritó un
guardia.
Y se alejaron bajo la lluvia.
Entonces la Golondrina reanudó su vuelo y fue a
contar al Príncipe lo que había visto.
-Estoy cubierto de oro fino -dijo el Príncipe-;
despréndelo hoja por hoja y dáselo a mis pobres. Los hombres creen siempre que
el oro puede hacerlos felices.
Hoja por hoja arrancó la Golondrina el oro fino
hasta que el Príncipe Feliz se quedó sin brillo ni belleza. Hoja por hoja lo
distribuyó entre los pobres, y las caritas de los niños se tornaron nuevamente
sonrosadas y rieron y jugaron por la calle.
-¡Ya tenemos pan! -gritaban.
Entonces llegó la nieve y después de la nieve el
hielo. Las calles parecían empedradas de plata por lo que brillaban y relucían.
Largos carámbanos, semejantes a puñales de cristal,
pendían de los tejados de las casas. Todo el mundo se cubría de pieles y los
niños llevaban gorritos rojos y patinaban sobre el hielo.
La pobre Golondrina tenía frío, cada vez más frío,
pero no quería abandonar al Príncipe: le amaba demasiado para hacerlo.
Picoteaba las migas a la puerta del panadero cuando
éste no la veía, e intentaba calentarse batiendo las alas.
Pero, al fin, sintió que iba a morir. No tuvo
fuerzas más que para volar una vez más sobre el hombro del Príncipe.
-¡Adiós, amado Príncipe! -murmuró-. Permitid que os
bese la mano.
-Me da mucha alegría que partas por fin para
Egipto, Golondrina -dijo el Príncipe-. Has permanecido aquí demasiado tiempo.
Pero tienes que besarme en los labios porque te amo.
-No es a Egipto a donde voy a ir -dijo la
Golondrina-. Voy a ir a la morada de la Muerte. La Muerte es hermana del Sueño,
¿verdad?
Y besando al Príncipe Feliz en los labios, cayó
muerta a sus pies.
En el mismo instante sonó un extraño crujido en el
interior de la estatua, como si se hubiera roto algo.
El hecho es que la coraza de plomo se había partido
en dos. Realmente hacía un frío terrible.
A la mañana siguiente, muy temprano, el alcalde se
paseaba por la plazoleta con dos concejales de la ciudad. Al pasar junto al
pedestal, levantó sus ojos hacia la estatua.
-¡Dios mío! -exclamó-. ¡Qué andrajoso parece el
Príncipe Feliz!
-¡Sí, está verdaderamente andrajoso! -dijeron los
concejales de la ciudad, que eran siempre de la opinión del alcalde.
Y levantaron ellos mismos la cabeza para mirar la
estatua.
-El rubí de su espada se ha caído y ya no tiene
ojos, ni es dorado -dijo el alcalde-. En resumidas cuentas, que está lo mismo
que un pordiosero.
-¡Lo mismo que un pordiosero! -repitieron a coro
los concejales.
-Y tiene a sus pies un pájaro muerto -prosiguió el
alcalde-. Realmente habrá que promulgar un bando prohibiendo a los pájaros que
mueran aquí.
Y el secretario del Ayuntamiento tomó nota para
aquella idea.
Entonces fue derribada la estatua del Príncipe
Feliz.
-¡Al no ser ya bello, de nada sirve! -dijo el
profesor de estética de la Universidad.
Entonces fundieron la estatua en un horno y el
alcalde reunió al Concejo en sesión para decidir lo que debía hacerse con el
metal.
-Podríamos -propuso- hacer otra estatua. La mía,
por ejemplo.
-O la mía -dijo cada uno de los concejales. Y
acabaron disputando.
-¡Qué cosa más rara! -dijo el oficial primero de la
fundición-. Este corazón de plomo no quiere fundirse en el horno; habrá que
tirarlo como desecho.
Los fundidores lo arrojaron al montón de basura en
que yacía la golondrina muerta.
-Tráeme las dos cosas más preciosas de la ciudad
-dijo Dios a uno de sus ángeles.
Y el ángel se llevó el corazón de plomo y el pájaro
muerto.
-Has elegido bien -dijo Dios-. En mi jardín del
Paraíso este pajarillo cantará eternamente, y en mi ciudad de oro el Príncipe
Feliz repetirá mis alabanzas.
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